Clarice Lispector entre letras y los juegos de la muerte
Celebremos el centenario de la escritora brasileña
Paulina Martínez
Publicado el 10 de Diciembre de 2020
“Después de muerta es hacia la realidad a donde voy. Mientras tanto, lo que hay es un sueño. Sueño fatídico. Pero después, después todo es real. Y el alma libre busca un canto para acomodarse”. A cien años de su muerte, la escritora brasileña de origen ucraniano, Clarice Lispector (1920-1977), nos confirma que ha despertado para encontrarse frente a frente con la libertad y la verdad de lo infinito.
Lispector rozó los pies en los charcos de la muerte más de una vez, y no por considerarla una salida como lo hicieron Alfonsina Storni o Pizarnik. Sino más bien como quien visita a una amiga en días en los que el sinsentido pesa más que otros. Lispector consolida su literatura en la constante interrogante sobre quiénes somos, pero lo que más acertó fue en hablarse a sí misma, para aterrizar en lo universal: ¿quién soy yo? Preguntaba, y tan sólo llegaba a la simple, pero siempre pesada, respuesta de no saberlo.
“Soy un yo que anuncia. No sé de qué estoy hablando. Estoy hablando de nada. Yo soy nada. Después de muerta me agrandaré y me esparciré, y alguien dirá con amor mi nombre [...] En la extremidad de mí estoy yo. Yo, implorante, yo, la que necesita, la que pide, la que llora, la que se lamenta. Pero la que canta. La que dice palabras. ¿Palabras al viento? Qué importa, los vientos las traen de nuevo y yo las poseo”.
De las artes existentes, quizá sea la literatura la que nos acerca de manera directa hacia los temores que albergamos como humanidad. Porque si bien, nadie sabe a ciencia cierta qué hay después de la vida, es un hecho que el lenguaje se mantendrá latente incluso después de que sus hablantes, o en este caso su escritora, hayan trascendido o despertado a los pies de la verdadera libertad.
Sin duda, no hay mejor manera de homenajear a un escritor que leyendo su obra, y es que tan sólo pensar en la de Lispector, es pensar en una biblioteca llena de atajos y pasadizos escurridizos que nos llevan hacia los misterios de una calle sin aparente salida, pero con cientos de ventanas en las que las voces de Lispector se asoman con historias, disertaciones y cúmulos de preguntas, que nos permiten dialogar con ella.
“¿En algún momento perdido en la vida se anuncia para cada uno de nosotros una misión que cumplir?”, insistía en el sinsentido Lispector, para siempre voltearse al lado contrario de la acera, y evitar a toda costa los intentos de querer ser sólida y no líquida. “Pero rechazo culturizar misión. No cumplo nada, sólo vivo”, se respondía.
De su amplia obra, recordemos especialmente Agua viva, publicado unos años antes de su muerte en 1973. Más allá de una reflexión poética, este libro declara al lenguaje como agua que no se solidifica en ningún recipiente o concepto. Hablamos de un libro en el que alcanzó la máxima y más importante pregunta, al menos para todo escritor, ¿cuáles son los límites del lenguaje? ¿Existen en realidad?
Reparar en esta duda, quizá de un corte mucho más terrenal que existencialista, nos asoma hacia el abismo de las preguntas sobre nosotros mismos como entes líquidos en un universo que no se escapa del lenguaje. Lispector concebía una mirada bastante lejana a cualquier horizonte común, y sabía que la respuesta que buscaba no se encontraba únicamente en la literatura, sino en el mundo de las artes, especialmente en el de la música y la pintura.
Agua viva es el cuadro que escuchamos como lectores, pero también olemos en el óleo de sus palabras y las notas que realzan el centro de uno mismo y de la vida. Lispector, durante toda su obra, pero sobre todo en esta, desafía a la muerte con la rendición de la genuina alegría saudádica con la que vivía.
Por eso y más, la recordaremos siempre como aquella escritora diáfana que navegó de orilla a orilla para siempre sumergirse en el pozo de las dudas eternas.
“Yo al lado del viento. La colina de los vientos aullantes me llama. Voy, bruja que soy. Y me transmuto”.
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